Ha desaparecido de mi horizonte. Desde hace semanas, o meses, nadie me visita por la noche. Aunque sin exagerar. Pero el dolor y la tristeza. Lo empujan a uno. Ya no ha remedio. Medio tomado. Llegaron nuevos parroquianos que ocupaban las mesas libres, otros se acodaron en la barra, y pronto El Mingo's estuvo a reventar. Al sentirme un borracho fuera a """ cerca, su gesto ape- d poco. Ya Ye. Ahora no hay remedio. Miraba su copa, igual que Eusebio. Era tan triste su aspecto que tuve el impulso de poner mi mano en su hombro, pero el cambio de disco en la sinfonola me distrajo.
Fue como si los primeros versos la paralizaran. Ahora lo entiendo. Se oyeron los primeros insultos al aire y una clara mentada de madre dirigida a Eusebio, quien babeaba con la frente hundida en la superficie de su mesa. Me tengo que ir -dijo y se puso de pie. Hubo aplausos y protestas por partes iguales. La mujer se detuvo. Su sonrisa era franca. El infierno. Peor que' el infierno. El olor a lodo y humo que lo vino siguiendo desde el cuartel se enreda ahora con el fuerte tufo de la sangre, de pieles y cabelleras chamuscadas, de carne descompuesta.
Y entonces el mismo pensamiento, obsesivo, giratorio, ocupa de nuevo su mente cuando recuerda ciertas lecturas: los cuentos de su abuela, las descripciones de los curas durante los sermones. El subteniente sacude la cabeza, estornuda en silencio, escupe al lado sin detener su avance.
Pisa con tiento y trata de mirar entre las sombras. Mas las sombras lo tienen cercado, se embarran pesadas y viscosas en su cuerpo, le aplastan los hombros y la cabeza, estorban sus movimientos y entumen sus miembros. Al abrir la boca, el subteniente mastica su consistencia terrosa. Ese infierno. Pero el subteniente sabe que ya casi o resta ninguno. Era una masa de moribundos. Sedientos, muertos de hambre. Horror, asco que en un segundo se convierte en deprecio hacia los enemigos.
Nada, ni siquiera su famosa Santa de Cabora pudo 78 a udarlos contra una fuerza tan grande, piensa. Ilusos pendejos. Por lo menos tuve mi bautizo en combate, se ufana. Ya no soy un simple soldado de banqueta. Se detiene. Tranquilo, Heriberto, se dice. Pero piensa: O un puerco. Aspira profundo y ahora sus fosas nasales se llenan del qlor a cansancio y angustia que proviene de su propio cuerpo entumido y sudoroso.
Prosigue su avance. Hunde las botas en el lodo. El silencio de la angustia. Una de las soldaderas dio la voz. No van a creer esto. Deambulaban entre los escombros de las casas. Y todos se ftiaron. Se trata de tomoches, dijo.
No cabe duda. Son perros. You can learn more about our use of cookies here Are you happy to accept cookies? Yes Manage cookies Cookie Preferences We use cookies and similar tools, including those used by approved third parties collectively, "cookies" for the purposes described below. You can learn more about how we plus approved third parties use cookies and how to change your settings by visiting the Cookies notice.
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